Más artículos
|
El instinto nacionalista
Por
Lasker
El nacionalismo puede
ser abordado desde muchos ángulos. Un punto de vista
exclusivamente intelectual o académico es el
adecuado para debatir los principios ideológicos en
que se fundamentan las naciones: por ejemplo, qué
son y por qué son defendibles desde la lógica y la
ética. Por otro lado, un enfoque más práctico
supondría estudiar de qué modo deben ser
materializados política y jurídicamente los
derechos de las naciones: cómo puede integrarse una
nación en un estado, cómo pueden varias naciones
reunirse en un solo estado, si es o no consustancial
a la nación la idea de la soberanía, etc. Ambas
orientaciones del problema nacionalista bastarían
por sí solas para escribir decenas de libros, pero
lo que interesa en este artículo es reflexionar
brevemente sobre una tercera, diferente a la ideológica
y a la jurídica. Se trata de responder a esta
pregunta: ¿por qué muchos ciudadanos de a pie son
nacionalistas? E inmediatamente plantear esta otra:
¿es bueno para la convivencia el nacionalismo político?
El ser humano es
racional: puede analizar un problema y tratar de
hallar una solución acorde a la lógica. Pero a
menudo se extraen conclusiones equivocadas de esa
racionalidad. La persona tiene también instintos,
deseos, fobias y, en muchos casos, o bien se adaptará
lisa y llanamente a aquéllos, o bien tenderá a
utilizar sus razonamientos para justificar sus deseos.
El constitucionalista Karl Loewenstein señalaba que
los grandes instintos del ser humano son tres: el
amor, la fe y el poder. Y si profundizamos, libres de
cualquier prejuicio, en la esencia del sentimiento
nacionalista, no es difícil relacionarla con alguna
forma de lucha por el poder. El instinto de tribu, de
sentirse unido a quienes comparten con uno el idioma,
la cultura y las costumbres, considerando "extraños"
a quienes se sitúan fuera de ese conjunto, es lo que
permite que el sentimiento nacionalista se desarrolle.
Por otro lado, cuando se establecen normas jurídicas
que se derivan de ese instinto tribal, el problema
adquiere dimensión política, puesto que para dictar
normas es necesario el poder, y la política no es más
que la lucha por el poder.
Junto a la
lucha por el poder hay que situar la lucha por la
libertad. Tal vez un criterio para juzgar políticamente
al nacionalismo consista en valorar si contribuye a
aumentar las libertades individuales, o si por el
contrario tiende a restringirlas. Realizado ese análisis,
no será difícil descubrir que el efecto del
nacionalismo es neutro, en la medida en que el
nacionalismo puede ser liberador o restrictivo para
el individuo, según como sea practicado. La norma
que permite al ciudadano hablar, leer y escribir en
la lengua que durante lustros estuvo castigada y
relegada por el poder político, es una norma a favor
de la libertad. Pero cuando se limite de hecho o de
derecho la práctica de una lengua, se estará
actuando en contra de la libertad. Por ejemplo, si el
funcionario de turno de una comunidad autónoma se
obstina en dirigirse a un ciudadano en catalán, a
pesar de la voluntad de ese ciudadano de comunicarse
en castellano, no nos hallamos ante un funcionario-fanático-
nacionalista, sino, en lo que importa, ante un fanático
a secas. Tal vez quienes, en los últimos años, se
han ido mostrando progresivamente hostiles frente a
los nacionalismos, no debieran dirigir sus críticas
contra unas ideas que en muchos casos poseen un gran
calado, sino contra el lado oscuro del género
humano, presto siempre a aflorar en cualquier
contexto ideológico.
Las ideas que más fácilmente
atraen a la gente son las que conectan con los
sentimientos. Sólo una minoría de los comunistas más
radicales ha leído a Lenin, pero la gran mayoría
entiende fácilmente conceptos como la explotación
del débil por el fuerte. Casi nadie se alegra de que
su vecino tenga mejor fortuna, de que el jefe en la
oficina tenga mejor sueldo, o un piso más lujoso, y
al menos favorecido le gusta la idea de que su
inferioridad económica o social se debe a alguna
injusticia de la cual es responsable el que posee más.
La idea de que muchos tienen poco porque unos pocos
tienen mucho requiere grandes esfuerzos intelectuales
para ser defendida seriamente y, desde luego, está
muy lejos de ser demostrada, pero "sentimentalmente"
es atractiva y, llevada a sus últimas consecuencias,
motiva a los más revolucionarios para intentar
derribar el sistema por la fuerza. Al otro lado del
espectro ideológico, la explotación de los
instintos atávicos de fuerza y poder en el propio
grupo es el caldo de cultivo de las bandas de
neonazis, cabezas rapadas y otras especies de nuestro
submundo. Los extremos suelen finalmente tocarse
cuando aparece la violencia, que en unos y otros
tiene el denominador común del odio visceral.
El nacionalismo cala en
las personas porque apela al instinto de tribu. Tal
sentimiento no es malo en sí mismo, pero es muy
peligroso utilizarlo políticamente de forma perversa.
Ese posible lado oscuro, que sí puede acabar
acarreando devastadoras consecuencias, surge cuando
la política nacionalista no es usada para recuperar
o para construir, sino para excluir y destruir. El
problema se agrava cuando la necesidad de votos
apremia y, sin otra justificación que la de la lucha
por el poder, los mensajes se radicalizan, sin
importar que a la larga puedan traducirse en brotes
violentos. Un ejemplo paradigmático de nacionalismo
creador, salvando las distancias, es el de Estados
Unidos, probablemente uno de los pueblos del mundo
con más marcada identidad, a pesar de estar formado
por una increíble multiplicidad de razas, etnias y
culturas, que plantea desafíos de convivencia
inimaginables en países como España. Pues bien: los
orígenes, base de todo nacionalismo, son
importantes, pero son historia. La cuestión es que
la gente debe defender la pervivencia de sus raíces,
pero no a costa de podar las ramas. Lo importante es
el árbol, que respira por sus hojas, aunque éstas
sean unas recién llegadas.
|