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La dignidad en la literatura 19 enero 2000

Terrorismo y estrategia política

Por Mitus

Suele admitirse que la violencia practicada por ETA es la cuestión más grave con la que se enfrenta la sociedad española desde el comienzo de nuestra transición. Y aunque es mayoritario el sentir de que el terrorismo nunca debería ser tratado como problema político, precisamente los movimientos tácticos de los diferentes partidos ocultan a menudo la verdadera dimensión ética del problema.

Conviene rebatir una distinción muy al uso que es engañosa. En efecto, un análisis superficial indicaría que, si bien todos los partidos políticos democráticos rechazan sin reservas el terrorismo, entre ellos puede establecerse, con cierta facilidad, una clasificación en dos grupos, según sus respectivos objetivos estratégicos con respecto a aquél. Todos sin excepción desearían que finalizara la violencia, pero sólo uno de esos grupos pretendería abiertamente cumplir las exigencias del Estado de Derecho frente a quienes la practican. Para decirlo más claramente: unos estarían en el grupo de quienes depositan en la paz el objetivo último y, los otros, que no creen en la paz sin adjetivos -que puede ser la paz de la derrota o la paz de los cementerios- sino en una paz basada en la justicia. Justicia que, en una sociedad democrática, no puede ser otra cosa que la defensa del sistema constitucional y de sus reglas de juego. Sin embargo, el planteamiento del debate en tales términos, si bien es sugestivo, no se ajusta a la estrategia de los partidos políticos, incluso de los partidos democráticos. Y si conviene reflexionar acerca de cuál es la realidad de esas estrategias es porque, a mi juicio, son éstas las que están obstaculizando más gravemente el inicio de un proceso de pacificación que pueda resultar prometedor.

La complejidad del análisis reside en que, en realidad, no estamos confrontando sólo posiciones teóricas, cuyo terreno propio de debate estaría en algún idílico foro filosófico, sino objetivos políticos que, más o menos inconscientemente, integran al terrorismo en el marco de su estrategia, en lugar de considerarlo como un problema independiente de cualquier planteamiento legítimo. Lo que, en definitiva, queremos destacar, es que la confrontación política entre el nacionalismo vasco y los defensores de la unidad de España, en vez de plantearse en términos de dialéctica democrática, utiliza el terrorismo como instrumento de apoyo a sus tesis respectivas. Ni el foro de Estella ni el espíritu de Ermua son realmente planteamientos para el fin del terrorismo, sino un medio para favorecer la soberanía del País Vasco, el primero, y un instrumento para apoyar la integridad de España, el segundo. En el caso de los partidos nacionalistas, se insiste en que el medio para acabar con el terrorismo es atender sus reivindicaciones, con lo que, en vez de combatir la violencia, la usan en su propio provecho. Por su parte, cuando los partidos nacionales señalan la Constitución como única vía de lucha contra la violencia, de algún modo, no están condenando el terrorismo sólo porque éste es en sí mismo rechazable, sino también con la finalidad de defender la integridad de España. Unos y otros, en suma, desarrollan la lucha política en torno a un problema político ciertamente espinoso y nunca resuelto en nuestro país, que es el de la integración pacífica en España de la cultura y de la identidad vasca. Pero lo que ahora interesa resaltar es que, desafortunadamente, uno de los instrumentos de esa lucha política es un determinado posicionamiento frente al fenómeno terrorista. Pienso que en el caso del Partido Nacionalista Vasco y de Eusko Alkartasuna esa instrumentalización es más burda y evidente, pero tampoco hay que obviar otra, de sentido contrario, que con más disimulo practican los grandes partidos nacionales.

Si el terrorismo es odioso en sí mismo, no debería formar parte de la lucha política. Ningún partido nacionalista debería renunciar, en un país democrático, a sus planteamientos ideológicos, por radicales que éstos pudieran resultar. Pero todos los demócratas debieran desistir incondicionalmente de intentar beneficiar su causa con el pretexto de una supuesta labor pacificadora. No se es más o menos tibio frente a ETA por ser más o menos nacionalista, sino por ser menos o más demócrata. No se es más o menos duro con ETA por ser más o menos "españolista", sino por ser más o menos demócrata. Incluso en el escenario en el que las ideas políticas pudieran estar más extremadamente alejadas unas de otras, la fe en la democracia y en el valor de la vida humana debiera ser siempre un nexo de unión indisoluble frente a los terroristas. Pero ese planteamiento, hasta cierto punto obvio y de muy sencilla formulación, implica en la práctica duras renuncias para quienes están llamados a llevarlo a buen puerto. Si es difícil para los nacionalistas el admitir que el final del terrorismo no menguaría ni un ápice las posibilidades de lograr democráticamente sus objetivos, no lo es menos para populares y socialistas el comprender que la solución a la violencia en modo alguno sería una solución para la cuestión vasca. La tentación de vincular ambos problemas, -que es lo que hace ETA sin ambages- es demasiado fuerte.

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