Suele admitirse que la
violencia practicada por ETA es la cuestión más
grave con la que se enfrenta la sociedad española
desde el comienzo de nuestra transición. Y aunque es
mayoritario el sentir de que el terrorismo nunca
debería ser tratado como problema político,
precisamente los movimientos tácticos de los
diferentes partidos ocultan a menudo la verdadera
dimensión ética del problema.
Conviene rebatir una
distinción muy al uso que es engañosa. En efecto,
un análisis superficial indicaría que, si bien
todos los partidos políticos democráticos rechazan
sin reservas el terrorismo, entre ellos puede
establecerse, con cierta facilidad, una clasificación
en dos grupos, según sus respectivos objetivos
estratégicos con respecto a aquél. Todos sin
excepción desearían que finalizara la violencia,
pero sólo uno de esos grupos pretendería
abiertamente cumplir las exigencias del Estado de
Derecho frente a quienes la practican. Para decirlo más
claramente: unos estarían en el grupo de quienes
depositan en la paz el objetivo último y, los otros,
que no creen en la paz sin adjetivos -que puede ser
la paz de la derrota o la paz de los cementerios-
sino en una paz basada en la justicia. Justicia que,
en una sociedad democrática, no puede ser otra cosa
que la defensa del sistema constitucional y de sus
reglas de juego. Sin embargo, el planteamiento del
debate en tales términos, si bien es sugestivo, no
se ajusta a la estrategia de los partidos políticos,
incluso de los partidos democráticos. Y si conviene
reflexionar acerca de cuál es la realidad de esas
estrategias es porque, a mi juicio, son éstas las
que están obstaculizando más gravemente el inicio
de un proceso de pacificación que pueda resultar
prometedor.
La complejidad del análisis
reside en que, en realidad, no estamos confrontando sólo
posiciones teóricas, cuyo terreno propio de debate
estaría en algún idílico foro filosófico, sino
objetivos políticos que, más o menos
inconscientemente, integran al terrorismo en el marco
de su estrategia, en lugar de considerarlo como un
problema independiente de cualquier planteamiento legítimo.
Lo que, en definitiva, queremos destacar, es que la
confrontación política entre el nacionalismo vasco
y los defensores de la unidad de España, en vez de
plantearse en términos de dialéctica democrática,
utiliza el terrorismo como instrumento de apoyo a sus
tesis respectivas. Ni el foro de Estella ni el espíritu
de Ermua son realmente planteamientos para el fin del
terrorismo, sino un medio para favorecer la soberanía
del País Vasco, el primero, y un instrumento para
apoyar la integridad de España, el segundo. En el
caso de los partidos nacionalistas, se insiste en que
el medio para acabar con el terrorismo es atender sus
reivindicaciones, con lo que, en vez de combatir la
violencia, la usan en su propio provecho. Por su
parte, cuando los partidos nacionales señalan la
Constitución como única vía de lucha contra la
violencia, de algún modo, no están condenando el
terrorismo sólo porque éste es en sí mismo
rechazable, sino también con la finalidad de
defender la integridad de España. Unos y otros, en
suma, desarrollan la lucha política en torno a un
problema político ciertamente espinoso y nunca
resuelto en nuestro país, que es el de la integración
pacífica en España de la cultura y de la identidad
vasca. Pero lo que ahora interesa resaltar es que,
desafortunadamente, uno de los instrumentos de esa
lucha política es un determinado posicionamiento
frente al fenómeno terrorista. Pienso que en el caso
del Partido Nacionalista Vasco y de Eusko Alkartasuna
esa instrumentalización es más burda y evidente,
pero tampoco hay que obviar otra, de sentido
contrario, que con más disimulo practican los
grandes partidos nacionales.
Si el terrorismo es
odioso en sí mismo, no debería formar parte de la
lucha política. Ningún partido nacionalista debería
renunciar, en un país democrático, a sus
planteamientos ideológicos, por radicales que éstos
pudieran resultar. Pero todos los demócratas
debieran desistir incondicionalmente de intentar
beneficiar su causa con el pretexto de una supuesta
labor pacificadora. No se es más o menos tibio
frente a ETA por ser más o menos nacionalista, sino
por ser menos o más demócrata. No se es más o
menos duro con ETA por ser más o menos "españolista",
sino por ser más o menos demócrata. Incluso en el
escenario en el que las ideas políticas pudieran
estar más extremadamente alejadas unas de otras, la
fe en la democracia y en el valor de la vida humana
debiera ser siempre un nexo de unión indisoluble
frente a los terroristas. Pero ese planteamiento,
hasta cierto punto obvio y de muy sencilla formulación,
implica en la práctica duras renuncias para quienes
están llamados a llevarlo a buen puerto. Si es difícil
para los nacionalistas el admitir que el final del
terrorismo no menguaría ni un ápice las
posibilidades de lograr democráticamente sus
objetivos, no lo es menos para populares y
socialistas el comprender que la solución a la
violencia en modo alguno sería una solución para la
cuestión vasca. La tentación de vincular ambos
problemas, -que es lo que hace ETA sin ambages- es
demasiado fuerte.