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Justicia y reconciliación
Por Mitus

Augusto Pinochet está vivo y de regreso en Chile. Atrás quedan casi dos años de confusa batalla jurídica y política en la que han aflorado muchas cuestiones sobre las que vale la pena reflexionar. Los medios de comunicación han venido publicando gran cantidad de noticias, editoriales y artículos de opinión más o menos apasionados, si bien en su mayoría se han limitado a contraponer los intereses en juego: los de las víctimas en busca de justicia, los de España en sus relaciones bilaterales con Chile, la instrumentalización del proceso por las fuerzas políticas de todos los países implicados, etc. Nos gustaría aportar desde aquí un enfoque inédito.

De todo lo ocurrido desde el arresto de Pinochet en Londres puede colegirse que la transición política a la democracia en Chile es un proceso inacabado. Incluso cabe afirmar que permanece sin resolverse alguno de sus aspectos esenciales. Es cierto que, hoy, en Chile la soberanía es popular, existe un estado de derecho y un ordenamiento constitucional garantiza los derechos y libertades propios de la democracia. Sin embargo, todo pueblo que desee encarar con ilusión su futuro debe cuadrar las cuentas de su pasado. En Chile esas cuentas no se han rendido aún y la división del país sigue siendo patente. De ahí surge la tentación de comparar la transición política chilena con la española, no en el sentido de cotejar la forma de los procesos, sino las claves respectivas en que se apoyaron, porque son precisamente esas raíces profundas las que determinaron el éxito del caso español y las por el momento insalvables dificultades del chileno.

La cuestión a resolver en España el 20 de noviembre de 1975, fecha de la muerte del general Franco que suele admitirse como comienzo de la transición, no era sólo buscar el modo de alcanzar la democracia, tarea por sí sola de extraordinaria complejidad. Se trataba de lograr un objetivo más ambicioso aún, que era poner fin a la guerra civil. Había que sentar unas bases sobre las que los herederos de los viejos contendientes estuvieran dispuestos a olvidar sus odios recíprocos. El cimiento de la transición española se llamó reconciliación nacional y la democracia cuajó en la medida en que ese fundamento fue capaz de demostrar su solidez a lo largo de los duros obstáculos que el proceso hubo de superar, incluido el intento de golpe de estado de febrero de 1981. Desde el poder del sistema todavía franquista, la primera pista de que el futuro estaba en la concordia del país se vislumbró en el discurso que el rey Juan Carlos pronunció con motivo de su coronación, aunque no era realmente el primero en hacerlo. Veinte años antes, otro personaje público ya había señalado que la reconciliación era el camino a seguir: Santiago Carrillo, en un célebre discurso pronunciado ante el comité central del Partido Comunista de España en 1955. En aquel momento casi nadie le tomó en serio y ese detalle es importante considerarlo, como veremos enseguida.

Entre los procesos de transición español y chileno hay una primera diferencia importante, pero antes de mencionarla es necesario señalar las coincidencias pertinentes entre los regímenes políticos de Franco y de Pinochet. Ambos surgen de un levantamiento militar sustentado socialmente en los sectores tradicionalistas. Pero el golpe pinochetista obtiene un rápido éxito, mientras que en el caso español se convierte en una guerra civil, en la que cae un gran número de víctimas en ambos bandos. Una vez alcanzado el poder por los militares sublevados, tanto en Chile (años 70) como en España (años 40) se desencadena una brutal represión contra los adversarios políticos, con abundancia de juicios sumarísimos y ejecuciones, en el caso español, y de torturas y desapariciones en el chileno. Ahora podemos señalar ya la primera de las grandes diferencias entre las respectivas transiciones. A finales de 1975, cuando Franco muere, han transcurrido casi 40 años desde el final de la guerra civil. La mayoría de sus protagonistas han muerto o son ancianos y, más importante aún, existe una pujante generación que ni ha conocido la guerra ni ha sufrido sus secuelas. La sociedad española de 1975 contempla la muerte de Franco con el deseo de lograr la democracia y, a la vez, con la determinación de mantener la paz. Desgraciadamente, en el Chile de 1988, año en que Pinochet pierde el plebiscito que le obliga a ceder el poder, las circunstancias no son tan favorables. Las heridas están lejos de haberse cerrado. Los muertos y desaparecidos están frescos en la memoria de sus familias y, por añadidura, una parte importante de la sociedad de Chile (el 43%) ha votado a favor de la continuidad de Pinochet. Por esa razón, por la memoria de la gente, Santiago Carrillo no podía esperar apoyos en sus deseos de reconciliación para la España de 1958. Por lo tanto, la democracia llega a Chile envuelta en un mar de dudas, recelos, compromisos y frustraciones.

La segunda diferencia atañe a la circunstancia histórica que da comienzo a los respectivos procesos de transición. En España, el camino a la democracia arranca con la muerte de Franco. La desaparición física del dictador, no por una acción violenta sino por el simple curso de la naturaleza humana, allana obviamente muchos obstáculos. Incluso los más fieles partidarios del Generalísimo, a excepción quizá de los más radicales, eran conscientes de que las cosas debían cambiar, y sólo podían cambiar en una dirección. Pero en Chile, un Pinochet acosado por la presión popular se ve obligado a abandonar el poder quince años después de haberlo ocupado, no sin antes enfrentar al país mediante un plebiscito que pierde en octubre de 1988. En Chile la democracia no surge de un consenso firmemente arraigado en el cuerpo social, sino de la confrontación, sin que a ello sea óbice el hecho de que, en aquella ocasión, el conflicto se dirimiera pacíficamente. Aún podemos añadir una tercera diferencia, que antes sólo ha quedado apuntada: la guerra civil española posibilitó que la sangre corriera profusamente en los dos bandos. Nadie en su sano juicio, conocedor de la historia, se atrevería en España a exigir responsabilidades, porque la mala conciencia apabulla a las dos partes. Paradójicamente, irónicamente, trágicamente, así la reconciliación es más sencilla. En Chile, los muertos están en su mayoría en uno de los bandos.

Para lograr una transición política a la democracia basada en la reconciliación nacional no es suficiente desearlo. Es necesario que socialmente concurran las condiciones idóneas. En la España de 1975 se daban esas condiciones, pero en Chile no existían en 1988 ni parecen existir en 2000. Y es esa imposibilidad de reconciliación -que no incapacidad- lo que los chilenos van a tener que afrontar. Eso es lo esencial. Las víctimas de la dictadura exigen justicia. ¿Puede alguien obligarlas a que olviden y perdonen? Claro que no. El drama chileno es que la democracia se ha alcanzado sin justicia ni reconciliación. La respuesta que todos quisiéramos aportar no es nada fácil, pero ahora, con Augusto Pinochet nuevamente en Chile, podemos concordar más fácilmente en que corresponde a la nación chilena el hallarla.

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