La
dignidad en la literatura
Por
Lasker
Josep Pla sostenía que
no es posible escribir novelas antes de cumplir los
treinta años y que después no pueden leerse. Era
una forma ingeniosa de expresar que la madurez no sólo
nos permite conocer el mundo, sino también que nos
hace más exigentes con los novelistas, que nos
cuentan cómo lo ven. Todos los que amamos la
literatura hemos sentido alguna vez una mezcla de
decepción y nostalgia, al releer aquella novela que
tanto nos impactó a los veinte años, y que hoy nos
parece ingenua y anticuada.
Una buena novela se
valora por su capacidad de envolvernos en su mundo
interior y por cómo lo hace. Los escritores en
lengua castellana contemporáneos, incluidos los
hispanoamericanos, suelen ser más estilistas que
novelistas. El último gran novelista español fue
probablemente Galdós, con su insuperable galería de
mundos, emociones y personajes. Después hemos tenido
muchos maestros del lenguaje, como Azorín y Valle
Inclán, pero pocos auténticos novelistas. Lo que
emociona de La familia de Pascual Duarte o de La
Colmena, obras maestras de Cela, es la pureza de
su castellano y la nostalgia que evocan, pero carecen
de la globalidad, o mejor dicho totalidad, que debe
poseer una novela.
En ocasiones, si bien no
es fácil sentir esa sensación de plenitud, o de
mundo completo encerrado en una sola obra, que sólo
los muy grandes han sido capaces de lograr, como
Dostoyevski o Thomas Mann, es posible emocionar al
lector maduro si el escritor consigue comunicar verosímilmente
algún sentimiento humano. Los más manidos son el
amor, la ambición y el sexo, que protagonizan la
inmensa mayoría de los best sellers actuales. De
hecho, es un reto casi insuperable el afrontar una
novela cuyo tema principal sea el amor sin caer en la
vulgaridad o en la sensiblería, pero lo que ahora
interesa es acercarnos a una de las cualidades del
ser humano más difíciles de definir o siquiera
sugerir: la dignidad.
En los últimos años,
las novelas que más me han emocionado son las que
han sido capaces de aportar algo a la escurridiza y
complicada idea de la dignidad humana. Ese es el tema
central de Lo que queda del día, una
reluciente joya de la literatura británica contemporánea
escrita por Kazio Ishiguro. El mayordomo protagonista
se interroga varias veces acerca de la dignidad. Él
mismo va sugiriendo respuestas, pero a su vez el
autor, capaz de hacerse presente más allá de su
personaje de ficción a pesar de la narración en
primera persona, nos hace dudar de la opinión del
protagonista. Mientras vamos pasando páginas, el
propio Stevens va dando a entender, con exquisita
delicadeza, que puede haber estado equivocado y que
ha basado en ese error casi toda su vida, o que puede
no haberlo estado. Al final de la novela seguimos sin
poder definir qué es dignidad, pero sin duda hemos
podido reconocerla a lo largo de la narración, como
en el magistral pasaje en que un invitado de la casa
interroga al mayordomo sobre cuestiones de
macroeconomía para demostrar su tesis contra el
sufragio universal. Quienes no saben respetar la
dignidad de los demás, esa cualidad de la persona
que por sí sola justifica conceptos tan profundos
como democracia, soberanía popular o derechos
humanos, probablemente no pueden entender la escena.
Con estilo y género
novelístico muy diferentes, Budd Schulberg escribió
Más dura será la caída, en línea con lo
mejor de la novela negra y afortunadamente reeditada
este mismo año por Editorial Alba. Schulberg -un
autor injustamente olvidado- oculta en una crónica
sobre el mundo del boxeo, en la Norteamérica de los
años 40, una lección magistral acerca de la
dignidad humana. Es la dignidad lo que lleva al
desventurado Toro Molina a rechazar el dinero que se
le ofrece, tras saber que no le queda nada, redimiéndose
de ese modo de la destrucción a que le condenaron
sus explotadores.
En España admiro a un
novelista que no sólo ha escrito magistralmente
acerca de la dignidad, sino que, lo que resulta aún
más valioso tratándose de un autor de gran éxito,
ha sabido practicarla a lo largo de toda su vida, por
encima de modas, épocas y sistemas. El respeto y la
sensibilidad por el ser humano -tal vez sea más
adecuado decir por la vida, o por este mundo que, por
un brevísimo tiempo, nos es permitido usufructuar-
es la constante de la obra de Miguel Delibes. Para
escribir acerca del mundo es preciso conocerlo, y
para conocerlo es necesario amarlo. Además hace
falta saber escribir. Si alguien me reprochara mi
pasión por el idioma castellano, tendría pocas
dudas a la hora de señalar el culpable: Miguel
Delibes. Leer a Delibes es como escuchar una de esas
canciones que te obligan a dejar lo que estás
haciendo y a subir enseguida el volumen de la radio.
Sólo puedo decir lo mismo de otros dos escritores
españoles de nuestra época, que son Ramón J.
Sender y Camilo José Cela, pero el primero murió
hace quince años y el segundo dejó lo mejor de sí
mismo en sus primeras obras.
He mencionado antes lo
difícil que resulta escribir acerca del amor sin
caer en la vulgaridad o en el déjà vu.
Algunos lo hacen a fuerza de estilo, de envolvernos
con la palabra y, de ese modo, ocultar su incapacidad
para escribir una novela de amor sin parecerse a
Corin Tellado. Pero Miguel Delibes, sin alharacas,
sin ruido, con su oficio y su corazón, como si tales
desafíos no fueran con él, nos regaló un día a
los amantes de la buena literatura con Señora de
rojo sobre fondo gris, una novela que todos los
aprendices de escritor de este país debieran saberse
de memoria. En esta obra no vemos una prosa
innovadora, ni grandes pasiones al viento, ni mares
embravecidos, ni urbes cosmopolitas, ni violencia, ni
guerra. Sólo hay una historia de amor entre dos
personas corrientes, y cabe preguntarse entonces cómo
es posible tal exhibición de talento con tan pocas
concesiones. Pues es sencillo: Delibes es un gran
conocedor del mundo, y además sabe hacérnoslo
llegar con esa austeridad castellana que lleva
grabada en sus genes y en su pluma. Pero no se trata
de un mundo inventado, sino del que está en
nosotros, las personas reales. Alguien escribió
aquello de que hay otros mundos, pero están en
este. No hace falta buscar la grandeza en las
estrellas. Quien lea a Delibes puede hallar toda la
belleza y dignidad que hay en todos y cada uno de los
seres humanos.
He puesto los ejemplos
de Lo que queda del día y de Más dura será
la caída, porque en estos libros está recogida
una idea de dignidad que considero sugestiva. Pero en
Delibes la dignidad adopta un papel protagonista en
casi toda su obra. A fuerza de ir descubriéndonos la
miseria y mezquindad interior de la viuda de Cinco
horas con Mario, lo que hace en realidad el autor
-tal como sugiere el título- es darnos a conocer la
intensa dignidad del difunto protagonista de la
novela, aunque es cierto que, hoy día, el libro
acusa el paso del tiempo y el contexto social y político
en que fue escrito. Pero las novelas en las que más
evidencia Delibes su idea de la dignidad humana son
aquéllas en las que describe esa España rural que
tan bien conoce -y que tanto ama-. Ahí están dos de
sus obras maestras, El camino y Los santos
inocentes. Ambas son superiores a la más
reciente El disputado voto del señor Cayo,
pero es en esta última en donde he hallado el pasaje
más importante en lo que ahora nos ocupa. Al final,
el elemento común que permite incluir en un mismo
artículo a personajes tan dispares como el mayordomo
Stevens de Lo que queda del día, el boxeador
Toro Molina de Más dura será la caída y el
Sr. Cayo es su dignidad. Y es en el mencionado
fragmento en donde, como digo, esa cualidad humana
recibe la más acabada y elegante fotografía. Hela
aquí:
<<La
voz de Rafa se fue haciendo, progresivamente, más
cálida, hasta alcanzar un tono mitinesco:
-Ahora es un
problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos
para todos y usted debe votar la opción que más
le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros
aspiramos a redimir el proletariado, al campesino.
Mis amigos son los candidatos de una opción, la
opción del pueblo, la opción de los pobres, así
de fácil.
El señor Cayo
le observaba con concentrada atención, como si
asistiera a un espectáculo, con una chispita de
perplejidad en la mirada. Dijo tímidamente:
-Pero yo no
soy pobre.>>