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¿Un nuevo escenario?
Por Mitus

El objetivo de un político es hacerse con el poder. Una vez alcanzado, nada le satisface tanto como sentirse responsable de algún hecho trascendental. Los libros de historia no cabrían en ningún anaquel si tuvieran que estar reseñados en sus páginas todos los acontecimientos que según los dirigentes de turno merecieron tal honor. El pasado 12 de marzo tuvo lugar un episodio que no debería en absoluto ser tildado de anormal, y mucho menos de histórico: en España se celebraron elecciones generales y el Partido Popular ganó por mayoría absoluta, desmintiendo encuestas y pronósticos. Los primeros análisis se han apresurado a enfatizar el gigantesco vuelco sociológico que ha supuesto el apoyo masivo al partido "conservador" liderado por José María Aznar. Nos preguntamos si el escenario es en realidad tan nuevo como parece, o si, por el contrario, nos hallamos ante una muestra más de la incapacidad de los estudiosos para comprender la conducta de una sociedad española que, en lo esencial, podría no haber cambiado, desde la segunda mitad de los años 70, tanto como se dice.

Los vencedores de las elecciones han propagado que la victoria del PP supone la superación de las secuelas de la guerra civil, de suerte que España despide al siglo XX con la curación definitiva de esa vieja herida. Es un pensamiento sugestivo, pero incierto. De hecho, es casi un insulto a la memoria de quienes hicieron la transición política en la segunda mitad de la década de los 70. La guerra civil quedó políticamente terminada al aprobarse la Constitución de 1978. Socialmente, los deseos de paz y reconciliación venían manifestándose desde antes incluso de la muerte del general Franco y se confirmaron en las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio de 1977, que dieron el triunfo a una UCD que había defendido el lema "la vía segura a la democracia", que resumía en pocas palabras las claves del proceso de transición: llegar a la democracia y sellar la reconciliación entre las dos Españas, conceptos íntimamente relacionados, pero diferentes, en la medida en que cada uno imponía sus propios condicionantes. La democracia exigía básicamente la legalización de todos los partidos políticos, la celebración de unas elecciones libres y el restablecimiento de las libertades fundamentales (en especial las de expresión, manifestación, reunión y huelga). La reconciliación implicaba que el método para lograr la democracia no supusiera una revancha contra los vencedores de la guerra civil. Y ese método no fue otro que el célebre "de la ley a la ley" concebido por Torcuato Fernández Miranda para garantizar la estabilidad y el orden que la gente demandaba. No había en la transición una sola finalidad, a cuyo servicio se puso un procedimiento. Los objetivos eran dos y el método elegido no fue casual. Creo que quienes no entienden el concepto de reconciliación que gravitaba sobre la España de 1975 tampoco comprenden la transición política ni, por ende, el significado de la última victoria de los populares.

Se ha dicho también que el resultado de las últimas elecciones pone en entredicho la diferenciación tradicional entre izquierda y derecha. Según esta teoría, los electores han perdido los prejuicios ideológicos que determinaban tradicionalmente su voto y que, por primera vez, han empezado a valorar estrictamente la gestión de un Gobierno. ¿No es más cierto que tales prejuicios hace ya mucho tiempo que dejaron de existir en la sociedad española? Los ciudadanos premiaron en 1977 a un Adolfo Suárez que interpretó acertadamente el sentir popular de "hacer normal en la política lo que es normal en la calle"; en 1982 fueron conquistados por el mensaje de ilusión y cambio transmitido por Felipe González, a la vez que castigaban con notable madurez democrática la descomposición de UCD. Los años sucesivos vieron el techo de un Fraga que tardó demasiado en comprender que la sociedad española nunca daría la mayoría parlamentaria a un líder que en plena transición aún se oponía a legalizar el Partido Comunista y defendía la pena de muerte. Y, tras el paréntesis de Hernández Mancha, en el Partido Popular descubrieron por fin que sólo podrían batir al PSOE si recuperaban el mensaje de centro reformista, en absoluto novedoso, de UCD. La vieja dialéctica izquierda-derecha hace ya muchos años que no cala en la mayoría de la gente. Resucita puntualmente en las campañas electorales, sobre todo por parte del PSOE, pero más como nota de color que como auténtico sentir social. En la última cita los socialistas han hecho profesión de fe en la izquierda como base de su campaña y han sufrido un gran fracaso. Por lo tanto, no es cierto que en la ciudadanía haya desaparecido el tradicional enfrentamiento derecha-izquierda a raíz de las elecciones del 12 de marzo, porque hace ya muchos años que no existe. Es más razonable pensar que los estrategas del PSOE han ignorado, en un increíble suicidio político, una realidad a la que cabría suponerles mucho más próximos.

Por otra parte, hoy día nadie sabe muy bien qué es ser de izquierdas. Desde aquellas no tan lejanas ideas en contra de la propiedad privada que distinguían el socialismo, hemos evolucionado hacia lo que parece ser una mayor "sensibilidad social" de la izquierda frente a la derecha, así como una defensa supuestamente más radical de las libertades por parte del socialismo, socialdemocracia, o como quiera llamarse al conjunto de la "progresía", que al final se queda en meras palabras desmentidas por los hechos. Veamos: por de pronto, en España la transición política a la democracia es liderada por los albaceas del régimen de Franco. Es un gobierno de centro derecha el que legaliza los partidos políticos y establece un régimen de libertades. Es un partido de centro derecha el que está en el poder cuando se elabora la Constitución de 1978 y se promueven las reformas que más trascendencia tendrán en la sociedad española: la fiscal en el terreno económico, con la implantación del IRPF y, en el ámbito civil, la aprobación de las leyes de separación y divorcio, así como la equiparación de hijos legítimos e ilegítimos en materia de herencia. Y es ese mismo gobierno de centro derecha el que aprueba los vigentes estatutos de autonomía, el Estatuto de los Trabajadores y el primer gran pacto con las fuerzas sociales (los recordados pactos de la Moncloa). Lo esencial de aquel impresionante conjunto de reformas no sólo sigue vigente hoy, sino que en algunos casos sus modificaciones puntuales han significado retrocesos en materia de libertades, tal como ocurre con la Ley Orgánica del Poder Judicial aprobada por uno de los gobiernos socialistas. Observemos ahora alguno de los "logros" del socialismo en el poder: porque es un gobierno de izquierda el que convoca un referéndum para permanecer en la OTAN; es un gabinete socialista el que sufre una gran huelga general convocada por unos sindicatos hartos de la insensibilidad y prepotencia de Felipe González; es un ministro socialista el creador de los "contratos basura", generadores de una gigantesca injusticia social que divide en castas a los propios trabajadores, como socialista era el ministro que afirmaba que España era un país ideal para enriquecerse en poco tiempo. No pretendemos negar los logros y aciertos del PSOE en el poder, que desde luego también los hubo. Pero su ejecutoria fue cualquier cosa excepto de izquierdas y, probablemente, gracias a eso ganó tres elecciones generales consecutivas.

Más que un cambio radical en la sociedad española, lo que hay es una recuperación de los valores de moderación, estabilidad y progreso real que lideró UCD hace veinte años. Una UCD en su día destruida desde una derecha que no se sintió representada por el reformista Suárez y que sólo consiguió, al oponer a Fraga como alternativa a González, regalar al PSOE catorce años de poder, los que han hecho falta para reconstruir el centro en torno al PP de José María Aznar. ¿Nada nuevo, entonces, bajo el sol? Sí, hay algo nuevo. Aznar es el primer presidente de un gobierno constitucional que no proviene del régimen de Franco ni de la oposición clandestina al mismo. Ha forjado su carrera política en la democracia, lo que le ha supuesto superar obstáculos más duros que los que encontraron sus antecesores. Como cualquier político europeo o norteamericano, ha tenido que aprobar examen tras examen, ante su propio partido, ante los medios de comunicación, grupos de presión y ciudadanos corrientes, lo que, ahora, le otorga una muy especial legitimidad para desarrollar su proyecto político. Con retraso, pero inexorablemente, el PSOE se ve ahora abocado a iniciar un proceso similar, tanto o más difícil que el sufrido por el PP. Esa es la verdadera lección, en mi humilde criterio, de las elecciones del 12 de marzo. Toda la sociedad española saldrá ganando.

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