Ha transcurrido una década desde la demolición
del muro de Berlín y la posterior desintegración de
la Unión Soviética. El comunismo ha caído y se han
consolidado los principios económicos liberales.
Nadie discute ya seriamente la superioridad de la
empresa privada frente a la pública, los efectos
beneficiosos de la competencia y las consecuencias
perjudiciales del intervencionismo estatal. Con los
matices que cada uno prefiera, gobiernos de todo
color han puesto en práctica políticas consecuentes
con esos dogmas, fomentando o imponiendo la
progresiva eliminación de monopolios, la privatización
de las empresas estatales y la liberalización de muy
diversos sectores económicos sometidos a
regulaciones más o menos intensas. Hay un acuerdo
general en que así se favorece la creación de
puestos de trabajo y el crecimiento económico, en
especial si tales estrategias se desarrollan en países
democráticos en los que concurran las debidas
condiciones de seguridad jurídica y estabilidad política.
Desde la anterior perspectiva, es fácil caer en
la tentación de tildar de errónea toda intervención
administrativa que distorsione la evolución natural
del mercado, porque, se afirma, existe una relación
directamente proporcional entre libertad económica y
prosperidad. Pero, aparte de que la realidad se
muestra siempre más compleja que cualquier
construcción ideológica, por profunda que ésta
sea, el manejo superficial de los conceptos liberales
puede conducir fácilmente a conclusiones equivocadas.
No hay que confundir la finalidad -lograr un sistema
económico basado en la competencia- con la
herramienta -la libertad de mercado-. La finalidad es
lo que se persigue y tiene una nota de permanencia.
La herramienta es algo que puede perfeccionarse si
con ello contribuye mejor a lograr el objetivo al que
sirve. Pues bien: lo que garantiza el equilibrio y el
progreso de la sociedad no es la libertad de mercado
en sí misma, sino la competencia. Por lo tanto, la
libertad total de mercado será buena en la medida en
que favorezca la competencia, y será perjudicial en
la medida en que la competencia tienda a disminuir. Y
el intervencionismo de la Administración pública en
el mercado será beneficioso si tiene como finalidad
la defensa de la competencia. Lo que ahora se pone en
cuestión es el viejo dogma de que liberalización
total equivale a competencia total. Podría no ser así.
La mera observación de la realidad actual
demuestra que crecientes porciones del mercado de muy
diversos sectores económicos van siendo dominadas
por un número cada vez menor de empresas, cuyo tamaño
individual no cesa de aumentar. La obsesión por el
crecimiento provoca que las grandes sociedades
mercantiles acometan procesos de fusión en
proporciones tan colosales que acaban limitando la
libertad de elección del consumidor, clave del
liberalismo. Se llega así a la paradoja de que el
liberalismo llevado a sus últimas consecuencias
puede acabar limitando e incluso eliminando casi por
completo la competencia (como ha ocurrido con
Microsoft en el campo de los sistemas operativos de
ordenadores personales), cuando no manteniendo un
simulacro de la misma en aquellos casos, mucho más
fecuentes de lo que se cree, en que un sector económico
es dominado globalmente por no más de tres o cuatro
operadores que de forma más o menos tácita acuerdan
mantener entre sí un statu quo que asegure
sus respectivas cuotas de mercado, impida el acceso
al mismo de nuevas empresas y controle los precios.
El objetivo de una legislación reguladora del
mercado debe ser precisamente garantizar el
mantenimiento de un sistema de competencia a largo
plazo. Se trata, una vez más, del difícil
equilibrio entre libertad y organización. Pero nos
interesa ahora destacar, frente a las presiones que
desde diversos sectores pretenden el levantamiento de
algunas medidas de intervención administrativa en el
mercado que protegen al pequeño comercio de la
voracidad de los colosos de la distribución, el
papel de los llamados "pequeños comerciantes"
en la competencia. Hay varias cuestiones que conviene
formularse. Por ejemplo: ¿supondría la desaparición
del pequeño comercio un aumento o una disminución
de la competencia? ¿Qué otras consecuencias
conllevaría un suceso de tal magnitud? ¿Equivale la
liberalización total a la desaparición de las pequeñas
empresas? Probablemente son preguntas que carecen de
una respuesta segura, pero es interesante aclarar que
cuando se plantea la protección legal de los pequeños
comerciantes mediante ciertas limitaciones al
funcionamiento libre del mercado (por ejemplo,
estableciendo restricciones en los horarios
comerciales), no se trata de crear un gremio de
privilegiados, sino precisamente de preservar a largo
plazo la libertad de elección del consumidor, que
resultaría gravemente dañada si el comercio acabara
en manos de un oligopolio integrado por unos pocos
operadores globales.