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Exotismo en casa

Por Lasker

Son frecuentes los programas de televisión que versan sobre costumbres exóticas. Nos muestran tribus más o menos primitivas ejecutando danzas rituales con una supuesta variedad de implicaciones simbólicas. ¿Qué significa realmente exotismo? Solemos considerar exóticas aquellas tradiciones que son extrañas a nuestra cultura. Y son extrañas porque nosotros nunca las pondríamos en práctica, por parecernos absurdas. Del mismo modo, no se nos ocurre pensar que muchos de los hábitos vigentes en Europa pueden ser tachados de exóticos por visitantes de otras culturas. En este artículo quisiera pergeñar algunos apuntes sobre un hecho cercano, pero a la vez sorprendente.

Sucede en Siena. Esta bella población toscana, para la que el tiempo parece haberse detenido en la Edad Media, será sin duda asociada por el lector con el Palio, fiesta local famosa en el mundo por incluir una desenfrenada carrera de caballos en la que los barrios de la ciudad compiten entre sí. Yo llegué a Siena por ferrocarril, que tomé en la estación Sta. María Novella de Florencia. Nada más llegar al centro del pueblo, el viajero se siente inmediatamente transportado al medioevo, con sus calles estrechas y la omnipresencia de la religión católica en las iglesias, en el Duomo inacabado, en el Baptisterio. En todos ellos se revela, como en un museo vivo, un arte refinado imposible de asimilar en una visita de pocas horas.

El paseo puede desembocar fácilmente en la Iglesia de San Domenico. De entrada me invade una sensación extraña ante la sobriedad del interior, inmenso y sobrecogedor a un tiempo. En el extremo más alejado del altar pueden perderse horas contemplando, bien las pinturas, bien la grandiosa perspectiva del templo, en medio de un silencio generalmente respetado por los turistas. Caminando luego hacia el centro de la nave, descubro a la derecha una pequeña capilla, flanqueada por la habitual maraña de cirios encendidos. Me acerco y en su fondo veo, en el interior de un relicario, lo que parece ser una escultura representando la cabeza de una santa. Está iluminada, aunque una cinta transversal impide acercarse. Pero no es una estatua, como advierto casi enseguida. Lo que estoy viendo es la cabeza embalsamada de Santa Catalina de Siena.

Por muy devoto que se sea, y uno no lo es en absoluto, hay que reconocer que el tiempo no perdona. Seiscientos años después de su muerte, los restos de Santa Catalina no están en su mejor momento. Falta la nariz y bajo ella algunos rasgos faciales han desaparecido, dejando visible parte de la dentadura. Desde la distancia impuesta por la cinta –tal vez un atisbo de caridad por parte de los responsables del asunto-, la examino durante un buen rato, tratando de adivinar alguna pincelada de la personalidad que pudo tener el alma que en el pasado fue dueña del despojo. Pero la reliquia no transmite más que horror. Consulto la guía y sólo encuentro descripciones detalladas de las elevadas obras de arte, entre pinturas y esculturas, que escoltan la famosa cabeza. A nadie parece importarle que los restos de Catalina de Siena no puedan descansar en paz con la dignidad que merece un ser humano. ¡Qué contraste! Rodear de refinamiento una cabeza humana sólo es concebible en nuestra tradición latina. Yo lo he visto en Italia, pero en España no faltan ejemplos parecidos. Entrad en cualquier catedral católica y hallaréis algún caso similar. ¿No es eso exotismo en nuestra propia casa? ¿Qué deben pensar los visitantes neoyorquinos que se topan con estas cosas?

Me pregunto qué clase de cultura es aquélla que decapita un cadáver para exponer la cabeza al público durante siglos. Es la nuestra y he tenido que recordarlo en Italia. Sólo me queda protestar respetuosamente y lanzar una solitaria reivindicación: ¡dejad descansar a Santa Catalina!

15 abril 2001

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