La
Monarquía
Por Mitus
Es
inútil negarlo. Las fuerzas que en España cuestionan la monarquía
hablan cada vez más claro y no falta mucho para que se abra, por
tercera vez en nuestra Historia, el debate monarquía-república. Un
debate que empieza a tener tanta tradición como las instituciones
que enfrenta. La lógica democrática se aviene mal con la
monarquía. ¿Por qué la máxima representación del Estado es
patrimonio de una familia? ¿Por qué el Jefe del Estado no es
elegido por los ciudadanos? Son preguntas de respuesta difícil,
aunque no imposible.
En
la política, como en la vida privada, como en la empresa, como en
casi todo, rara vez tenemos el privilegio de escribir la primera
palabra en una página en blanco. Siempre hay un pasado, lo que
otros escribieron antes que nosotros, que condiciona nuestras
decisiones. Ignorar la Historia significa la revolución, con tintes
siniestros para muchos.
En
esta sucesión de episodios que es la Historia de España, la
monarquía ha sobrevivido acercándose a la democracia. De la
monarquía absoluta ejercida por derecho divino se evolucionó a la
monarquía constitucional decimonónica, en la que el Rey seguía
siéndolo por la gracia de Dios, pero compartía su poder con el
pueblo en la forma determinada por la Constitución. Finalmente, con
Juan Carlos I llegó la monarquía parlamentaria actual, en la que
el poder reside en el pueblo y se detenta mediante instituciones
representativas, quedando para el Rey un papel decorativo, basado en
la tradición y en los símbolos.
La
monarquía parlamentaria no plantea ningún problema mientras la
sociedad aprecie en algo sus símbolos y su tradición, y pueda
verlos reflejados en la persona del monarca. No faltan, por otra
parte, argumentos de peso que hacen la monarquía preferible a la
república. El Rey no pertenece a ningún partido y, si ha sido
convenientemente educado para ello, posee la capacidad de enfocar
los problemas por encima de la lucha política. Como su cargo es
vitalicio, en el campo internacional puede crear lazos perdurables
entre naciones más allá de los dirigentes de turno, si bien, claro
está, su actividad deberá estar siempre subordinada a la política
del Gobierno. Por otra parte, la permanencia que implica la figura
del Rey es un factor de estabilidad e integración nacional. El Rey
es un símbolo. Un estado monárquico tiene, además de una bandera,
un Rey. Lo único que se exige, pues, al Rey, es que haga honor a
cuanto representa en todos los actos de su vida pública e incluso
de su vida privada.
Es
verdad que, en España, juega también en favor de la monarquía la
pésima memoria histórica que guardamos de las dos experiencias
republicanas que ha vivido nuestro país. Si la I República evoca
recuerdos de secesión, cantonalismo e incluso conflictos armados
entre ciudades españolas, la II República no puede librarse del
estigma de la revolución comunista, del fanatismo y de la guerra
civil. Pero la memoria es frágil y las nuevas generaciones pueden
no ver las cosas del mismo modo, si el debate llega a suscitarse en
serio. No faltan quienes señalan que la monarquía actual surge
precisamente como sucesión legítima al bando vencedor de la
guerra, siendo al fin el resultado de un levantamiento contra la
legalidad republicana. No comparto ese punto de vista, que ignora la
realidad de la situación de 1936, pero no estoy seguro de lo que
opina la mayoría. No es nada fácil, en tales circunstancias,
adivinar cuál debe ser la posición de la monarquía. La
transición española y el intento de golpe de Estado de febrero de
1981 consolidaron a Juan Carlos I, pero no a la Corona. El sucesor
deberá también demostrar que la merece y hacerlo, además, sin
convertir su aspiración en una cuestión de partido.
En
el fondo, la monarquía sólo será seriamente cuestionada si
quienes la representan cometen errores. Como la Familia Real no
ostenta poder efectivo, no tiene ocasión de caer en muchos. Pero
los que ocurran serán examinados sin compasión por la gente. No
todos ven con buenos ojos, por ejemplo, que el yate del Rey haya
sido sufragado con fondos privados aportados básicamente por un
grupo de empresarios. Muchos aplauden que el heredero de la Corona
se enamore de una mujer corriente, pero algunos también se
preguntan por qué una mujer corriente puede convertirse en Reina.
De ahí a cuestionarse para qué hace falta una Reina, o un Rey,
puede haber el espesor de un cabello. Peor aún: quizá los haya que
deseen que ocurra el suceso y lo alienten, para señalar después
sus contradicciones y arrimar el ascua a su sardina republicana.
Aunque el Príncipe ha tomado finalmente la decisión correcta,
parte del daño ya se ha hecho.
2
de enero de 2002
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