He perdido la cuenta de
las veces que he leído La Ilíada. No recuerdo cuándo lo
compré, pero la edición es de 1972 y supongo que sería en
aquellos años. Se trata de un ejemplar de bolsillo de Editorial
Juventud, roto y desgastado por todas partes. En su portada figura
la famosa escena del caballo de madera conducido por los teucros
sitiados al interior de la ciudad, algo que parece indicar que el
autor de la ilustración no había leído el libro. Son muchos los
que ignoran que ese episodio no es narrado en La Ilíada (ni
siquiera en su continuación La Odisea), sino en La Eneida
de Virgilio, escrita ocho siglos después. Así y todo, sigue siendo
una inagotable fuente de sensaciones. Cuenta Plutarco que Alejandro
Magno la aprendió de memoria, algo difícil de creer dada su
extensión. No puede sorprender, en cambio, que sea libro de
cabecera de muchos aficionados a la buena literatura. Soy uno de los
miles de lectores que disfrutó en la década de los 80 con la
trilogía de Tolkien El Señor de los Anillos, considerada
por muchos como una de las cumbres de la novela fantástica.
Personalmente sigo prefiriendo la deliciosa epopeya La colina de
Watership, de Richard Adams, tal vez porque en su concepción
resalta mejor los valores homéricos. En efecto, a quienes recuerdan
La Ilíada como un eco desagradable de la etapa escolar, pero
vibraron después con las obras de Tolkien y Adams, les recomiendo
que se atrevan con la ancestral leyenda micénica. Comprenderían
por qué esa obra literaria, generación tras generación, ha sido
admirada a lo largo de veintiocho siglos.
Escrita en el siglo VIII
a.C., La Ilíada es la crónica de nueve días críticos en
el asedio de Troya por el ejército griego. Si bien la totalidad de
los personajes son probablemente fruto de la fantasía, desde que en
el siglo XIX fueron descubiertas las ruinas de la ciudad en la costa
occidental de la actual Turquía se tiene la certeza de que Troya
existió y que fue destruida en el siglo XII a.C. –es decir, 400
años antes de la obra de Homero- por un ejército micénico, tal
vez a causa de una lucha por el control del comercio. Y en ese hecho
histórico halló el autor la inspiración para crear el más
importante poema épico jamás escrito. La obra bien pudiera
titularse La cólera de Aquiles, pues es la disputa de este
héroe con el rey de Micenas Agamenón el eje de la epopeya.
El conflicto entre
Aquiles y Agamenón tiene su origen en el dios Apolo. Los dioses del
Olimpo son presentados pletóricos de poder, pero adornados con las
mismas virtudes y defectos de los seres humanos. Según sus
preferencias o simpatías, unos dioses ayudarán a los griegos (o
aqueos, como los llama Homero) y otros a los troyanos. En este caso,
Apolo exige, por medio de un oráculo, que sea devuelta a su país
de origen la joven Criseida, capturada por los aqueos en Crisa
durante la campaña y que correspondió, en el reparto del botín,
al propio Agamenón. Éste acepta devolverla, pero a su vez reclama
en compensación que Aquiles le entregue a su esclava Briseida.
Aquiles, rey de los mirmidones, obedece pero, irritado, se retira de
la lucha contra Troya y permanece en sus tiendas junto con todo su
ejército. El abandono del héroe, hijo de Peleo y de la diosa
Tetis, resulta funesta para el resto de los aliados griegos, que
sufren graves reveses a manos de los teucros (troyanos). Sólo
cuando son heridos la mayoría de los jefes aqueos –Ulises,
Diomedes, Ayax Telamonio e incluso Agamenón- y su campamento se ve
cerca de caer en manos del enemigo, accede Aquiles a que los
mirmidones regresen al combate, si bien mandados por Patroclo y
permaneciendo él mismo al margen. El héroe troyano Héctor, hijo
del rey Príamo, logra dar muerte a Patroclo con la ayuda de Apolo,
el mismo dios causante de la cólera de Aquiles, el cual regresa por
fin a la batalla y mata a Héctor, cuyos funerales ponen fin al
poema.
La Ilíada aportará
al lector una visión del ser humano desprovista de moralinas. Los
héroes homéricos son valientes, pero también crueles, vengativos
y codiciosos. Rinden culto a la amistad, la hospitalidad y al
sacrificio por el amigo o el pariente, pero también son despiadados
con el enemigo vencido, al que rara vez perdonan la vida. Y, por
encima de todo, son juguetes en manos de los dioses, que deciden el
destino de los mortales de acuerdo con sus propios intereses, en
ocasiones tan poco edificantes como los de los hombres. Destaca
también la extrema violencia del poema en el relato de los
combates, tal vez con el propósito de producir la máxima
impresión en el auditorio, pues no faltan los expertos que aseguran
que La Ilíada es una recopilación de diversas tradiciones
orales. Junto a esta precisa visión de las emociones humanas más
solemnes, en La Ilíada queda también espacio para lo
entrañable, como la melancolía por la vida relajada y los seres
queridos dejados atrás que traslucen los sitiadores, y el miedo y
la tristeza de perderlo todo con que combaten los troyanos. Hay
también detalles de la vida cotidiana de los antiguos, como
descripciones de mobiliario, vestido, armas e incluso alguna receta
de cocina que harán las delicias del lector curioso.
Leer La Ilíada es
posiblemente leer muchas cosas de nosotros mismos. Es entretenerse
para evadirse de nuestro mundo pero, a la vez, una ocasión para
preguntarnos si los seres humanos han cambiado a mejor, a peor, o no
han cambiado en absoluto en lo que realmente importa. Una obra
maestra tiene que divertir a quien la lee. Una obra maestra no debe
indicarnos el camino a seguir, porque éste no existe, sino llenar
nuestra mente de preguntas, para que nosotros podamos indagar las
respuestas. En La Ilíada podemos hallar las inquietudes de
la humanidad hace tres mil años y descubrir que son las de hoy.
21 octubre 2001
Enlaces de interés:
La
guerra de Troya, por José I. Lago
Homer's
Iliad and Odyssey Page (en inglés)